Más allá del emblemático significado del Mayo francés, la crisis de 1968 fue ante todo un fenómeno de dimensiones planetarias
en la dispersión de sus focos y en la difusión de las ideas y las
actitudes que animaron la agitación social, ilustrando el creciente
proceso de globalización y la complejidad y peculiaridades con que se
manifestó en las diferentes realidades sociales.
La geografía revolucionaria de 1968
disemina sus focos no sólo en las sociedades desarrolladas
capitalistas, como puede desprenderse de las protestas estudiantiles en
las universidades estadounidenses (en especial la de Columbia, en Nueva
York), donde el desencadenante fue la reacción a la guerra de Vietnam y
la lucha por los derechos civiles, en el año de la muerte de Martin
Luther King y de Robert Kennedy, y de las manifestaciones juveniles en
la República Federal de Alemania, la huelga general en Roma, el mítico
Mayo francés o las tímidas protestas estudiantiles en la España
gobernada por el general Francisco Franco; sino también, al otro lado
del telón de acero, a tenor de los sucesos de la primavera de Praga, o
en las sociedades en vías de desarrollo, como las manifestaciones en
Argentina contra la dictadura del presidente Juan Carlos Onganía (el
llamado Cordobazo) o el trágico desenlace de las protestas estudiantiles
en México con los sucesos de Tlatelolco del 2 de octubre. "En 1968
-escribió uno de los grandes protagonistas de las jornadas
revolucionarias en París, Daniel Cohn-Bendit- el planeta se inflamó.
Parecía que surgía una consigna universal. Tanto en París como en
Berlín, en Roma o en Turín, la calle y los adoquines se convirtieron en
símbolos de una generación rebelde".
Los
acontecimientos de 1968 transcurrieron en el marco histórico
determinado por los dos ejes de tensión que han caracterizado la
política internacional tras la II Guerra Mundial: la dialéctica bipolar
de la Guerra fría, cuya confrontación entre los bloques, a pesar de los
avances en la distensión y la irrupción de vías disidentes en el seno de
los mismos, seguiría manifestándose en distintos escenarios mundiales y
cuyo paradigma en la época sería la guerra de Vietnam; y la tensión
Norte-Sur, que emergería al compás de la descolonización y el despertar
del Tercer Mundo, a lo largo de las décadas de 1950 y 1960.
En el plano económico,
el final de ese último decenio presentó en el mundo capitalista
evidentes síntomas de agotamiento en el ciclo expansivo de posguerra,
erosionando los cimientos del Estado de bienestar. La onda de
crecimiento económico había favorecido un nuevo aumento demográfico y la
extensión de las prestaciones educativas, entre ellas las del ámbito
universitario, posibilitando el incremento y la concentración de la masa
estudiantil y estimulando su toma de conciencia como grupo social.
Asimismo, la fisionomía del mundo entró en un profundo proceso de
globalización a raíz de la revolución tecnológica, especialmente en los
ámbitos de la comunicación y la información. A todo ello habría que
añadir otros factores como la efervescencia intelectual e ideológica de
propuestas renovadoras de las formas vigentes de gestión del poder, que
adquieren diversas formulaciones tanto en el Tercer Mundo, en clave
antiimperialista, como en el seno de los países del socialismo real (los
de la órbita política de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas), mediante la búsqueda de vías propias hacia el socialismo, y
en las sociedades de consumo occidentales, a la estela de los
planteamientos de la "nueva izquierda" y de las propuestas de la
contracultura, entre otras alternativas.
La dispersión de las protestas
confirió innumerables notas singulares a cada uno de los focos de
agitación, pero todos presentaron, en mayor o menor medida, ciertas
analogías en virtud de su magnitud internacional, los actores sociales,
la naturaleza de las protestas y las formas en que éstas se
manifestaron. La dimensión planetaria de la revuelta ilustra el proceso
de globalización de las ideas y de actitudes que, en alguna medida,
revisten un carácter generacional en sus actores más representativos,
cuyo componente internacionalista en modo alguno puede desvincularse de
la incidencia de las nuevas tecnologías de la información.
Los acontecimientos de 1968 elevaron a la posición de protagonista a un nuevo grupo social: los estudiantes.
Éstos, y en especial los universitarios, constituyen un colectivo
especial en la medida en que disfrutan de importantes privilegios pero
no disponen del trato dispensado a los adultos. Conforman un grupo
social que tiene poder sin responsabilidad, que puede ejercer sus
derechos de ciudadanía pero cuya opinión tradicionalmente ha tenido muy
poco peso específico y se siente poco representado, tanto en la sociedad
civil como en el mundo universitario. Son sintomáticas, en este
sentido, las palabras pronunciadas por el presidente francés Charles de
Gaulle en el aeropuerto de Orly el 24 de mayo, tras su retorno de un
viaje a los países del Este de Europa, refiriéndose a los manifestantes
en los siguientes términos: "El recreo ha terminado". El aumento del
número de estudiantes y la mayor concentración favorecerá su mejor
organización y un salto cualitativo en sus exigencias. La incidencia del
activismo estudiantil es un factor de gran relevancia social en la
medida en que configuran una parte esencial de la cantera de los grupos
dirigentes en sus respectivas sociedades.
La naturaleza de las protestas
estudiantiles, o de aquellas en las que los estudiantes desempeñaron un
papel muy activo, descansó en algunos pilares comunes. Entre éstos, la
reacción o la militancia no tanto contra la propiedad, como había sido
el móvil de los revolucionarios clásicos, sino contra su gestión, a
menudo en manos de anquilosadas maquinarias burocráticas o en manos de
una gerontocracia muy lejana a la sensibilidad de las nuevas
generaciones, como bien podría desprenderse del hecho de que en 1960 el
presidente estadounidense Dwight David Eisenhower tenía 77 años, la
misma edad que De Gaulle. Se trataba, en suma, de una toma de conciencia
ética más que política y, en consecuencia, de una revolución moralista
más que política. Un activismo cuyo énfasis, en opinión del escritor
mexicano Octavio Paz, no radicaba en una definición del hombre "como ser
que trabaja, sino como un ser que desea".
Todo ello, con los matices propios de cada caso, se tradujo, con especial representatividad en el Mayo francés,
en una extraordinaria notoriedad de la palabra por encima de los
propios hechos. El nuevo discurso emanado de la crisis de 1968, en los
graffitis, los eslóganes y los panfletos estudiantiles reflejan la
capacidad imaginativa e innovadora del movimiento. Un discurso definido
por el pensador francés Jean-Paul Sartre como la "expansión de lo
posible" e identificado con una voluntad de cuestionar el discurso
dominante sobre lo real y lo posible, implícito en eslóganes tan
sugerentes, y luego reiterados, como "seamos realistas, pidamos lo
imposible" o "queda estrictamente prohibido prohibir". La resonancia y
la instantaneidad que aquellos acontecimientos adquirieron estuvieron
ligadas a un medio de difusión, cada vez más socializado y determinante,
la televisión, junto a otros ya tradicionales como el cartelismo, la
fotografía o el panfleto.
Por último, las manifestaciones del proceso revolucionario de 1968 han llevado a algunos especialistas a establecer algunos paralelismos
formales con los movimientos fascistas en su irracionalismo antiliberal
y la exaltación de aspectos como el activismo o la juventud, aunque su
rechazo a la autoridad y a la jerarquía define una diferencia esencial
respecto a éstos últimos.
El efímero canto de cisne de las protestas
y de los propósitos revolucionarios tras la represión y la derrota
política no sería baldío. Efectivamente, a pesar del rechazo de las vías
reformistas en las jornadas revolucionarias, se abriría un nuevo
periodo de cambios, asumidos y plasmados en la realidad social en
diferentes ritmos e intensidades. En definitiva, "Mayo del 68 -en
palabras del sociólogo español Jesús Ibáñez- triunfó mediante su
fracaso. Fracasada como revolución, triunfó como reforma".
En
lo que se refiere al movimiento checoslovaco de ese año (la denominada
primavera de Praga), producido en un contexto bien distinto al enunciado
hasta ahora, su fracaso supuso la pérdida de una oportunidad para el
cambio político que sólo fue revivida en la década de 1980, cuando se
produjo la caída final del comunismo en los países satélites de la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas.